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No fue amor a primera vista


Fue un consejo de mi mamá que me permitió atreverme. “Lo mejor que puedes hacer como mamá es seguir teniendo tu propia vida y tus propios intereses”- me dijo.


No lo pensé dos veces. Lo pensé MIL veces. El tema de maternidad me ocupaba. Inevitablemente, como mujer, llegó el momento en que me cayó la pregunta de si quería ser mamá. Fue pasando los 32 años.


La encrucijada era que me la estaba pasando demasiado bien como para romper con la rutina de viajes, festivales y fiestas para entrar en un nuevo rol. Me preocupaba que no querer dejar de hacer cosas por mí me convertiría en mala madre.


Fue un consejo de mi mamá que me permitió atreverme. “Lo mejor que puedes hacer como mamá es seguir teniendo tu propia vida y tus propios intereses”, me dijo.


Entre su recomendación, las hormonas y una pareja con la que realmente me veía compartiendo la ma/paternidad, dos años después (les digo que lo pensé) me permití entrarle a esta aventura, llena de mitos e ideales.


Convencida en que “el cuerpo es sabio y está hecho para parir”, se me hizo fácil lanzarme al parto sin cursos prenatales, doula, anestesia, ni ejercicios de respiración. Yo pensé, de que sale, sale.


No lo vuelvo a hacer.


Tuve un parto maravilloso. Sin complicaciones. Con unas contracciones del demonio, y básicamente parados mi esposo y yo solos en la salita de parto esperando que al fin llegara el momento de pujar. Fue horrible y fue hermoso.


Un dolor que te quita el aire. Me acuerdo perfectamente de pensar: “¡cómo demonios salimos de esta!” Pero fue justo como quería. Demostrando que mi cuerpo es fuerte y que sabría qué hacer. Pero, repito, no lo vuelvo a hacer así.


Y luego llegó ella. Después del análisis de ser mamá, sí o no, de un parto al natural, en agua, en silla maya, contacto directo, amamantar al instante, piel con piel, inseparables al segundo.


Lo que no llegó fue el amor a primera vista.


Y no es que no sintiera amor por mi hija. La verdad es que cariñito sí había. Pero el modo de supervivencia era tan fuerte que no tenía tiempo para sentir amor romántico de madre a hija.


Jamás olvidaré, ya estando en casa, el pensamiento de: “¡qué demonios hice, qué es esto!”


Porque aunque sabía que todo cambiaría, no fue hasta que cambió todo que lo vi de cerca. Le lloré mucho a mi vida pasada. Porque de ese duelo se habla menos y también hay que procesarlo. Aceptar que ahora era otra y que esa vida que amaba con locura quedó atrás y no volvería jamás.


Fui a terapia y lo trabajé. Lo que nunca trabajé fue esa falta de amor a primera vista. Y no porque me diera miedo o porque fuera tabú. Todo lo contrario. Había leído lo suficiente como para saber que, aunque muchos sí lo sienten, no todos nos enamoramos de inmediato de nuestros hijos.


Cuando se lo conté a mi esposo, él confesó que tampoco sentía ese amor incondicional que otros amigos le habían vendido. Le daba un poco de vergüenza y no planeaba contármelo (él había leído menos que yo, y no sabía que era normal). Nuestra misma manera de vivir ese primer amor solo reforzó que habíamos escogido a la persona correcta para esta aventura.


Sin darle más vueltas, sin culpas, el amor fue llegando. Pasaron los meses, pasamos una lactancia tenebrosa, mil veces peor que el parto, tapones de ductos de leche, ampollas en los pezones, muchos llantos, míos y de ella. Y el amor siguió llegando.


A los 8 meses mi hija se enfermó, una debilidad muscular misteriosa que nunca sabremos qué fue, pero que en su momento fue uno de los peores miedos que he vivido en mis 36 años de vida. Y fue ahí donde cayó, donde dije: “¿cómo puedo amarla tanto, si apenas nos conocemos hace 8 meses?”


El amor por los hijos llega, a veces de a poco, a veces de a chorros. No hay momento correcto y no hace falta sentir culpa al respecto. Ya cargamos con suficientes culpas como madres, como para que amar poco, o mucho, o no cuando pensábamos sea una más de ellas.


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